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 19Frazier y en cómo sus ideas habían sobrevivido al trasplante, tanmaravillosamente bien. Se me ocurrió un pensamiento profesional: quizá estofuera la prueba de la bondad de una idea, de su consistencia interna. Pero lavoz de Rogers sonó cortante como un cuchillo.—¿Ha oído usted hablar alguna vez de un tal Frazier, señor?La silla giratoria en la que estaba apoyado resbaló hacia delante y hubieraterminado en el suelo de no ser por un movimiento extraño y rápido. Debióser una escena divertida, pues oí risas contenidas, mezcladas con expresionesde alarma. Puse la silla derecha y me senté de nuevo. Traté de buscar algunafrase que me devolviera la compostura, pero no encontré ninguna. Me ajustéla chaqueta.—¿Dijiste
Frazier
?—Sí, señor. Frazier. T. E. Frazier. Escribió un artículo en una antiguarevista que Steve —Jamnik, ahora, entre nosotros— encontró una vez.Empezó a montar una comunidad dé características parecidas a aquella de laque usted nos hablaba.—¿De modo que realmente la empezó? —dije vagamente, todavía algosobrecogido.—¿Le conoce, señor?—Hace algún tiempo le conocí. Al menos, creo que debe ser la mismapersona a la que tú te refieres. Estudiamos juntos en la universidad. No le hevisto ni he oído hablar de él desde hace diez años... o quizá más. Era conquien prefería charlar de estos temas. De hecho, algunas de las ideas que os disobre utopías eran ideas suyas.—¿No ha sabido nada de él desde entonces? —dijo Rogers, y noté unmatiz de desilusión en el tono de su voz.—No, pero me gustaría.—¡Oh, tampoco sabemos nada nosotros, señor! Este artículo era más bienun programa. Se escribió hace mucho tiempo. Daba la impresión de queFrazier estaba dispuesto a realizarlo, pero no sabemos si por fin lo hizo.Pensamos que sería interesante averiguar lo que sucedió. Podríaproporcionarnos ideas...Saqué el catálogo de mis colegas profesionales. Frazier no figuraba en él.En un par de minutos localicé un número de hacía diez años. Ahí estaba, T. E.Frazier, con sus títulos y las universidades que se los habían conferido.Evidentemente, había dejado la enseñanza, o quizá nunca la empezó. Por loque recuerdo de él esto no me sorprendió. Siendo estudiante, una vez subrayócon lápiz rojo un artículo escrito por el rector de la universidad, tratándolo20como si fuera una composición literaria. Corrigió toda la puntuación, mejoróel orden de las palabras, y reduciendo varios párrafos a símbolos lógicos,descubrió una enorme pobreza de pensamiento. Después lo firmó y se loenvió al rector por correo con un «5» como nota de calificación.Las señas que constaban en el catálogo fueron una sorpresa. En aqueltiempo, Frazier vivía en un Estado colindante, a unos 300 kilómetros dedistancia. Las señas decían: «Walden Dos. R. D. 1, Cantón».—Walden Dos— repetí despacio después de dar a conocer esto a misvisitantes. Nos callamos durante un momento.—¿Crees que...? —dijo Rogers.—¡Seguro! —dijo Jamnik, libre repentinamente de vergüenza, aunquedirigiéndose sólo a Rogers—. ¡Su comunidad! En el artículo hablaba muchode... ¿cómo se llama?... Walden. ¿No te acuerdas, Rogers?Empecé a atar cabos.—Walden Dos... El Segundo Walden. Por supuesto. Muy típico deFrazier... convertido en una especie de segundo Thoreau
*
.Nos callamos de nuevo. Miré de reojo al reloj que estaba sobre miescritorio. Tenía clase dentro de diez minutos y no había repasado mis notas.—Os diré lo que voy a hacer —dije levantándome —. Escribiré unasletras a Frazier. Nunca llegamos a intimar, pero creo que se acordará de mí.Le preguntaré qué está haciendo... si es que está haciendo algo.—¿Lo hará de verdad, señor? ¡Sería formidable!—Por lo menos averiguaremos si Walden Dos existe todavía. Aunque metemo que todo habrá sido un sueño y se habrá esfumado en el aire hacemucho tiempo. Pero pondré el remite en el sobre y pronto lo sabremos.—Seguro que se encontrará allí, señor —dijo Rogers— Este artículo noparecía un sueño, ¿no crees, Steve? Jamnik reflexionó un momento, como un navegante al hacer unamaniobra complicada.—Estará allí — dijo calladamente.
*
Thoreau escribió el libro
Walden o La Vida en los bosques
. (
N. del T
.)
 
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2
 Jamnik tenía razón. Frazier se encontraba allí. Y lo mismo Walden Dos,todo de acuerdo con lo planeado. Frazier me escribió, haciendo alarde de unaseguridad en sí mismo muy típica suya.—En cuanto a tus preguntas— decía en su carta— espera seis meses y teprometo un informe completo. Estamos preparando una serie de artículos queserán justo lo que deseas. Pero si no puedes esperar —y espero que así sea—ven y observa Walden Dos con tus propios ojos. Ven con tus jóvenes amigos—nosotros siempre estamos buscando conversos— y cualquier otra personaque desees. Podemos albergar hasta un grupo de diez.En su carta, acompañaba los horarios de autobuses por la ruta más cortae información complementaria.Tiré la carta sobre la mesa con un poco de rabia. Su realidad eraextrañamente perturbadora. Cierto que era divertido recordar a Frazier comouna figura interesante de los días de la universidad; pero otra cosa distinta eraestablecer contacto con él ahora de nuevo. Noté que era más agradable comorecuerdo. Pero aquí estaba su carta, y ¿qué hacer con ella? Me molestabahaberme metido en este lío y deploraba mi oferta de ayudar a Rogers y Jamnik.Para colmo, la aventura empezó a embrollarse a una velocidadalarmante. Apenas había acabado de leer la carta de Frazier cuando sonó elteléfono. Era Rogers. «Había hecho lo posible por no importunarme —dijo—guardando silencio.» Miré de reojo al calendario y noté que había esperadoexactamente los tres días necesarios para recibir la respuesta más rápidaposible. Le conté lo que había sobre la carta de Frazier y quedé en recibirle a ély a Jamnik por la tarde, a primera hora.Durante la comida me encontré con un colega del departamento defilosofía llamado Augustine Castle. Como compañeros y solteros que éramos,vivíamos en el Club, nos veíamos mucho, pero confieso que apenas leconsideraba como un amigo. Era una relación impersonal. Conversaba con élcomo si estuviera escribiendo una serie de artículos titulados «Respuestas alprofesor Castle» para una revista profesional. Normalmente, hablábamos22sobre el único tópico común de nuestras respectivas asignaturas: la naturalezay las limitaciones del conocimiento humano. Y era una fuente de satisfacciónpara ambos el hecho de que estuviéramos en desacuerdo, violenta yexhaustivamente. Su posición avanzaba ligeramente con los años y podíallamarse intuicionismo, racionalismo, o quizá, como sospechaba, tomismo.Podía definirlo, para satisfacción propia y quizá con condescendencia, como«un filósofo».En su preocupación por la Mente, Castle se había permitido engordardemasiado. Su cara florida hubiera pasado desapercibida a no ser por un parde ojos vivarachos y un bigote negro mal cortado. Hablabaextraordinariamente bien aunque un poco legalísticamente. Por mi parte,había ya caído tantas veces en sus trampas tan cuidadosamente preparadasque había ideado un método sistemático de salvarme de ellas. El método noera profundo; sencillamente, le pedía que definiera sus términos. Eso lemolestaba y me dejaba en paz.En cuanto pedimos el menú, Castle empezó a contar los progresos quehabía hecho en algo llamado «justificación». Era, insistía él, la respuesta real alos positivistas lógicos. Pero Walden Dos daba vueltas en mi cabeza y mostrépoco entusiasmo por la justificación. Aunque no esperaba interesar a Castleen el asunto, le interrumpí para contarle algo sobre Frazier y su curiosoparadero actual. Noté con sorpresa que me escuchaba fascinado. Resultó quehabía dado una vez un curso sobre utopías, desde Platón, Moro y la
NuevaAtlántida
de Bacon hasta
Mirando al Pasado
e incluso Shangri-La... En el caso deque Rogers y Jamnik quisieran hacer el viaje, ¿estaría Castle, por casualidad,interesado en venir con nosotros? Me acordé del grupo de diez mencionadopor Frazier y le invité a venir.Rogers y Jamnik me esperaban a la puerta de mi despacho cuandoregresé de la comida. Pero no estaban solos. Rogers había traído a su novia,Bárbara Macklin. Era una chica alta y bonita con una atractiva cabellera rubiaque le caía hasta los hombros. Mostraba, al hablar, una facilidad de palabraque bien podría llamarse audacia. Me pareció recordar que eran ya noviosantes de que Rogers se fuera a la Marina. Esto debió ser hace... ¡pobrehombre!, tres años por lo menos. Otra chica, aproximadamente de la mismaedad, pero más baja que Bárbara, y por supuesto no tan bien constituida, mefue presentada más llanamente por Jamnik como «mi chica» y por Rogerscomo Mary Grove.Nos sentamos en mi despacho, las muchachas en las sillas y el resto comopudimos sobre mi escritorio y en una mesa. Leí la carta de Frazier en voz alta
 
 23y la pasé para que la vieran. Walden Dos y las señas estaban impresas, enapagadas letras de molde, en la parte superior del papel. La escritura deFrazier era grande, casi infantil, y había usado una pluma de punta delgada ytinta negra.Rogers había buscado en la biblioteca una copia del viejo artículo deFrazier y nos lo leyó. Presentaba el esquema que Rogers nos había yaapuntado tres días antes: la acción política no es buena para construir unmundo mejor; los hombres de buena voluntad saldrían ganando usandomedios que no fueran políticos; cualquier agrupación de personas podríaasegurarse la autosuficiencia con ayuda de la tecnología moderna, y losproblemas psicológicos resultantes de la vida en comunidad podríanresolverse aplicando los principios suministrados por la «ingeniería de laconducta».No recuerdo si a alguien se le ocurrió la pregunta de si valía la penavisitar Walden Dos o no. Simplemente nos propusimos una fecha. Telefoneé aCastle. Para él y para mí el único tiempo disponible era la misma semana. Eralunes y podíamos salir el miércoles para pasar allí el resto de la semana,período que los estudiantes tenían libre para una especie de repaso antes delos exámenes. La idea fue recibida por los demás como si les hubiera tocado lalotería, y en eso quedamos. Las chicas, me di cuenta con algo de asombro,habían sido aceptadas como miembros del grupo desde el comienzo y sin quemediara discusión alguna.Mandé un telegrama a Frazier para comunicarle la fecha de nuestrallegada, suplicándole que no se molestara en contestar. Pero él envió otro derespuesta:«EXCELENTE. ESPERARÉ PARADA AUTOBÚS.»El martes preparé los exámenes a los que había pensado dedicar lasemana entera, y el miércoles por la mañana, un poco cansado por este nuevoritmo de vida, me encontré en un tren, con Rogers junto a mí, discutiendo losproblemas de los soldados que vuelven del servicio militar. En el asiento deenfrente, Castle hablaba animadamente a Bárbara, quien le escuchaba conestudiada atención. Al otro lado del pasillo se sentaba Steve Jamnik, con lacabeza de su chica apoyada sobre su hombro.Walden Dos estaba a unos 45 kilómetros de la ciudad grande del Estado,a la cual llegamos a tiempo para comer. Confirmamos los horarios de losautobuses y tomamos café y bocadillos en la estación. Antes de la una24estábamos ya en las afueras, en dirección este. La carretera serpenteabahumildemente por el fondo de un valle entre una ladera empinada a laizquierda y el río a la derecha, compartiendo una estrecha franja de terrenocon el raíl del tren.Una hora más tarde, nuestro autobús atravesó un pequeño puente y
 
sedetuvo. Permanecimos un momento de pie, junto a la carretera, mientras elautobús se marchaba con un estruendo ensordecedor.Al otro lado, un coche se encontraba detenido en la cuneta. Estaba vacío.Di un vistazo a mi alrededor, pero no vi a nadie. Me acerqué al puente ycontemplé el cauce del riachuelo. Al regresar, observé unos círculos quellegaban hasta la orilla cerca del coche, y pude ver a Frazier chapoteando conlos pies en el agua. Estaba sentado encima de una gran piedra. Saludógraciosamente agitando el brazo en el aire.—¡Hola! —gritó—. Vengo en seguidaCruzamos la carretera mientras Frazier saltaba por la ribera de puntillas.Tenía el mismo aspecto con que le recordaba. No era alto, y su traje, de algúnmaterial blanco lavable, le daba una impresión de peso. Se había dejado unabarba pequeña, apenas visible, y llevaba un sombrero de paja barato, echadohacia atrás, comprado probablemente al azar en una tienda cualquiera. Medio la mano cariñosamente, y cuando le presenté a mis amigos, los saludó unopor uno con una sonrisa realmente amistosa a pesar de una miradaintensamente inquisitiva.Nos condujo hacia el coche.—Eché una siestecita— dijo señalando con su mano hacia la piedragrande—. Creí que llegarían en el autobús anterior. Habrán tenido muchopolvo por el camino. Me perdonarán que no les fuera a buscar a la ciudad,pero nos es imposible disponer de nuestros coches y camiones durante muchotiempo en esta época del año.Protesté diciendo que el autobús había sido muy cómodo. En realidad,los asientos de la estación habían sido tan duros que su cambio por los delautobús había supuesto un aumento de confort innegable.Dejamos la carretera general inmediatamente y enfilamos hacia el nortesiguiendo el estrecho valle por la parte inferior de una pequeña hondonada.Después, subimos lentamente por la ladera que daba a poniente y llegamos auna fértil tierra de cultivo que no podía verse desde la profundidad del río.Había algunas casas de campesinos, establos, y, más arriba, el campo seinclinaba levemente hacia la derecha, donde estaban enclavados una serie deedificios de distinta naturaleza. Eran de color terroso y parecían construidos
 
 25de piedra o cemento, con un diseño sencillo y funcional. Había varias naves ypabellones que daban la impresión de no haber sido construidos al mismotiempo o de acuerdo con un plan previsto. Las edificaciones se levantaban adiversos niveles, siguiendo la inclinación del terreno. Frazier nos dejócontemplarlos en silencio.Después de recorrer cerca de un kilómetro dejamos la hondonada ycruzamos el estrecho valle por un pequeño puente de madera. Abandonamosla carretera, y seguimos el arroyo por la margen derecha a través de uncamino privado. A nuestra izquierda encontramos otros edificios del mismoestilo funcional. Frazier seguía sin darnos información alguna.—¿Qué son esos edificios? —dije.—Parte de Walden Dos —dijo Frazier. Y guardó silencio.Pasamos a través de un pinar y salimos a un pequeño estanque quequedaba a nuestra derecha. Más adelante, en el borde superior de una suavependiente muy cultivada y al pie de un cerro cubierto de árboles,encontramos los edificios principales. De cerca nos parecieron extrañamentegrandes. Seguimos avanzando por un camino en forma de bucle y nosdetuvimos al llegar al nivel inferior.Sacamos nuestro equipaje y Frazier entregó el coche a un joven queaparentemente le estaba esperando. Llevamos nuestro equipaje hasta unpasillo interior y Frazier nos indicó nuestras habitaciones. Eran todas iguales,más bien pequeñas, con ventanales mirando hacia la agradable campiña queacabábamos de atravesar. Nos distribuyeron de dos en dos, las dos chicas enuno, Rogers y Jamnik en otro, Castle y yo en un tercero.—Desearán asearse y descansar un poco —dijo Frazier—, así que les dejohasta las tres. —Y se marchó abruptamente.Castle y yo inspeccionamos nuestro cuarto. Había una litera junto a lapared. En la de enfrente, varios estantes y un armario servían de biblioteca yropero. Un tablero con bisagras adosado a la pared podía desplegarse para serutilizado como mesa. Y existía todavía otro pequeño armario ajustado alrincón, junto a la litera. Completaban el mobiliario dos cómodas sillas, hechasde fuerte contrachapado y que parecían de fabricación casera.El aspecto era agradable. Las camas estaban cubiertas con colchas decolores que quedaban muy bonitas en contraste con el color natural de lamadera y el terroso de las paredes. Un retal del mismo material colgaba a unlado de la amplia ventana.Sacamos nuestras cosas rápidamente, nos aseamos en el cuarto de baño,al otro lado del pasillo, y nos encontramos dispuestos, sin nada que hacer. No26creí oportuno curiosear por el edificio o jardines hasta que no se nos invitara ahacerlo, pues Frazier no nos había dicho siquiera: «Están en su casa.» Alcontrario. Nos había más bien insinuado que descansáramos un rato.Nosotros, sin embargo, no teníamos ganas de descansar y me molestó unpoco que hubiera dispuesto de nuestro tiempo sin consultarnos. Ni quefuéramos niños que debían ir a dormir la siesta. También me desagradaba sudramático silencio. Parecía un truco para estimular nuestra curiosidad. Erainnecesario, y ello demostraba que Frazier no se había dado cuenta de nuestroevidente interés. Sentí como si estuviera obligado a excusarme ante miscompañeros.Sin nada más importante que hacer, Castle y yo nos echamos en la litera.Escogí la parte superior; y experimenté una agradable sensación al comprobarque el colchón era muy cómodo. Temía que se nos exigiera un ciertoascetismo espartano. Empezamos a charlar, pero pronto mi imaginación volóhacia un Frazier dormido en la piedra soleada junto al camino. Era unpensamiento tranquilizante, pero mi irritabilidad subsistió. La cama se mehizo cada vez más cómoda, y mis comentarios a Castle se hicieron cada vezmás breves y difusos.Media hora más tarde me despertó Castle y me dijo que los otros estabanfuera. Me había dormido profundamente y resultó difícil despejarme. Habíaconfirmado la predicción de Frazier de que debía descansar, pero cuanto máslo pensaba, más irritable me ponía.Llamaron a la puerta. Bajé de la litera mientras Castle la abría. EraFrazier. Estaba sonriente y muy cordial. Mi aspecto era soñoliento y tuve laimpresión de que su sonrisa no estaba desprovista de algo de complacenciaen sí mismo.
 
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—Tenemos mucho que ver y mucho de que hablar —dijo Frazier cuandonos reunimos fuera de las habitaciones—, y les sugiero que empecemoslentamente. Dispondremos de cincuenta o sesenta horas para esta labor. ¿Quéles parece si empezamos sin prisas? ¿Damos un paseo hasta el estanque yvolvemos luego a tomar el té?Nos pareció una idea formidable, especialmente por lo del té, ya que nospermitiría compensar un poco nuestra comida rápida en la estación delautobús. Salimos por el campo hacia el sur, pasando muy cerca de un rebañode ovejas relativamente grande. Las ovejas se encontraban rodeadas por unaespecie de cerca formada por una simple cuerda, la cual tenía, de vez encuando, trozos de palo en forma de cola de milano, y estaba sostenida porpostes formando un cuadrado. Rogers hizo un comentario sobre esa formatan rara de tener a las ovejas.—Queríamos aumentar la extensión de nuestro césped en el jardín deentrada —explicó Frazier—, pero está demasiado cerca de los edificios paraservir de pasto normal a las ovejas. Lo usan mucho los niños. De hecho, loutilizamos también como césped de jardín. Por cierto —se volvióparticularmente a Castle y a mí—, ¿recuerdan el ensayo de Veblen sobre elcésped en su libro
Teoría de la Clase Ociosa?
 —Sí, por supuesto —dijo Castle—. Lo presentaba como un pedazo deprado escogido pero cuidadosamente no consumido.La manera de hablar de Castle era siempre precisa, pero algunas veces,como ahora, se burló de sí mismo con delicadeza.—Exacto —dijo Frazier con una ligera sonrisa—. Bueno, éste es nuestrocésped. Pero lo consumimos. Indirectamente, claro, a través de nuestrasovejas. Y la ventaja es que el césped no nos consume a nosotros. ¿Han usadoustedes alguna vez una segadora mecánica? La máquina más estúpida que seha inventado... para uno de los propósitos más estúpidos. Pero me salgo deltema. Resolvimos el problema con una cerca eléctrica portátil que pudierautilizarse para mover el rebaño de ovejas por el césped como una segadoragigante, pero dejando libre la mayor parte del prado en cualquier momento28deseado. Por la noche las ovejas se llevan al otro lado del riachuelo con elgrueso del rebaño. Pronto nos dimos cuenta de que las ovejas se manteníandentro del cuadrado y sin tocar la cerca, por lo que ésta ya no necesita estarelectrificada. De modo que pusimos una cuerda, que es más fácil detransportar.—¿Y las crías? —preguntó Bárbara, volviéndose un poco y mirando aFrazier con disimulo.—Se las deja sueltas —confesó Frazier—, pero no causan molestia algunay pronto aprenden a estar con el resto del rebaño. Lo curioso es... a ti esto teinteresará, Burris... lo curioso es que la mayoría de estas ovejas nunca les hadado calambre. La mayoría nacieron después que quitamos el alambre. Se hahecho ya costumbre entre nuestras ovejas no acercarse nunca a la cuerda. Lascrías lo aprenden de sus mayores, cuya sensatez nunca ponen en tela de juicio.—Afortunadamente las ovejas no hablan —dijo Castle— A alguna se lepodría ocurrir preguntar por qué... ¡algún corderillo filósofo!—Y un día, el corderillo escéptico pondría su hocico en la cuerda y nadapasaría; y todo el rebaño se conmocionaría hasta sus cimientos —añadí.—Y después vendría la revolución de las masas —dijo Castle.—Debería haberles dicho —dijo Frazier sobriamente— que gran parte dela fuerza de la tradición se debe a la criatura pacífica que ustedes contemplanahí. —Señaló a un precioso perro pastor que nos estaba observando adistancia prudencial—. Le llamamos «Obispo».Caminamos en silencio, pero Castle se fingió preocupado.—Y nos deja —dijo, con duda— con el problema de los méritos de laelectricidad y la ira de Dios.Frazier se estaba divirtiendo pero la cuerda no le daba mucho de sí.—Excepto los cerros que hay al otro lado del río —dijo— todo el terrenoque ven desde aquí pertenece a Walden Dos. No es tan bueno como parece asimple vista, pues estamos casi completamente rodeados por colinas cubiertasde árboles que nos ocultan el paisaje. Lo compramos todo por razones deimpuestos. Había siete u ocho fincas aquí, muy mal conservadas, y tres másabandonadas. El camino a través de la hondonada sube por el cerro hastaunas cuantas fincas que han sobrevivido al otro lado. Pertenecen al Gobierno,pero nosotros nos encargamos de ellas para reducir los impuestos. Loscaminos los construimos nosotros mismos.Empezamos rodeando a Frazier, escuchándole con atención, pero Steve ylas dos chicas pronto quedaron rezagados, aparentemente prefiriendo el
 
 29campo a las frases bastante rebuscadas de Frazier.—El estanque también es obra nuestra —dijo seguidamente—. Cubre unterreno pantanoso y almacena algo de agua para el tiempo seco. Como ven,tenemos patos, más que nada para los chiquillos, aunque a veces nos loscomemos.Seguimos hacia un pequeño embarcadero en forma de espigón, al bordedel agua.—Uno de nuestros médicos se interesó bastante por el estanque. Dice queha logrado resolver sus problemas satisfactoriamente. Al principio, el aguaera marrón, y fangosa. Ya ven lo clara que es ahora. —Frazier cogió el remode una barquita de suelo plano atracada al embarcadero y, con un pequeñoesfuerzo, lo hundió en el agua. Todo él era visible y su color blanco brillaba.Pronto tuvimos una exhibición más agradable, pues un grupo de seis uocho jóvenes que nos había seguido a cierta distancia, llegó al estanque. Sepusieron los trajes de baño detrás de unos matorrales que parecían haber sidopodados para este propósito, corrieron en fila hasta el embarcadero y sezambulleron todos a la vez. Sus trajes de colores brillantes refulgieron bajo lasuperficie mientras se deslizaban hacia el interior del estanque.Nos quedamos viéndolos nadar alrededor de una pequeña boya,mientras Frazier hablaba. Señaló hacia los garajes de camiones más allá delestanque, el pinar que habían empezado a cultivar hacía cinco años con objetode separar los talleres de las viviendas, y una hilera de abedules que separabalos garajes de los prados donde pacían las ovejas y proporcionaba además unpoco de leña. Hablaba de cosas sin importancia y parecía ser consciente deello. Las observaciones las hacía con naturalidad. Sin embargo, había en suvoz un deje de entusiasmo, incluso de pasión. Amaba las cosas sencillas. Seencontraba fascinado por el contacto con la naturaleza.Inspeccionamos el dique y la compuerta, y Frazier nos hizo volver.Regresamos por la orilla del estanque siguiendo lo que se llamaba el «arroyosuperior» en dirección al edificio más alejado de la parte que daba al este.Pasamos luego por un cultivo de grandes y olorosas plantas de menta quecrecían en terreno húmedo junto al arroyo. Una rústica verja de troncosentrelazados lo separaba del rebaño de ovejas.—¿Para las ovejas no hay menta? —dijo Castle.—Mejor es cogerla y dársela en los comedores —dijo secamente Frazier.Se veían ahora todos los edificios principales.—¿De qué material están hechos? —pregunté— ¿Cemento?Frazier tenía su propio plan de exposición.30—Usamos las antiguas granjas como viviendas hasta que pudimosconstruir las actuales que ven a su izquierda, —empezó como si no mehubiera oído—. Algunas eran demasiado hermosas para ser destruidas. Hayuna bonita casa de piedra cerca del río que convertimos en una especie dealmacén. Los graneros antiguos todavía se usan, excepto uno que estaba en ellugar que ocupa nuestro actual establo. Los principales edificios, porsupuesto, los hemos construido nosotros. El material, Burris, es barroprensado, aunque algunas paredes son de piedra, sacada de la antiguacantera que pueden ver sobre los edificios, en lo que llamamos «Cerro dePiedra». El costo por metro cuadrado, como dicen nuestros arquitectos, o, loque es más importante, por la cantidad de espacio vital que hay dentro, fueextremadamente bajo. Nuestra comunidad tiene ahora cerca de mil miembros.Si no viviéramos en los edificios que ven delante, estaríamos ahora ocupandodoscientas cincuenta casas y trabajando en cien oficinas, talleres, almacenes ydepósitos. Supone una enorme simplificación y gran ahorro de tiempo ydinero.Nos acercamos a varias mesas de tamaño infantil, con bancos adosados aellas. Parecían estar diseñadas para comer al aire libre, pero más tarde, vimosque se usaban para dar clases. Frazier se sentó en un banco, de espaldas a lamesa sobre la cual reclinó sus codos. Las chicas se sentaron a su lado, y losdemás por el suelo.—Una ventaja de la vivienda comunitaria —dijo Frazier— es quepodemos controlar el clima. Edward Bellamy lo intentó, ya recuerdan. Lascalles de su Boston del futuro habían de ser cubiertas para evitar la lluvia.—¿No fue H. G. Wells quien supuso que las ciudades se construirían undía en excavaciones subterráneas enormes, donde el clima se pudieracontrolar a voluntad? —dijo Castle.—No recuerdo —dijo Frazier algo molesto—. Por supuesto, el problematécnico es arduo si se piensa en una comunidad tan grande como una ciudad.Pero, como iba a decirles, está claro que Bellamy se adelantó a su tiempo conla invención de las calles cubiertas, aunque la idea se encontrase ya anticipadaen las marquesinas y pórticos de las mansiones de la antigua claseacomodada. Pero Bellamy parecía ignorar la verdadera importancia delcontrol del clima. Excepto en climas benignos, cosa que no ocurre aquí,todavía es necesario un impermeable, uno o varios abrigos, paraguas, botasde goma, zapatos impermeables, guantes, sombreros, bufanda, quizá inclusofundas para los oídos... para no mencionar ropa interior de todo tipo. Y apesar de todo esto, con frecuencia nos mojamos, nos enfriamos y hasta
 
 31cogemos la gripe.—¡Qué horror! —dijo Bárbara.—Realmente. Y eso no es más que parte del problema. Sólo cuando sevence al clima o nos trasladamos a uno más benigno se comprende su tiranía.No es extraño que el inmigrante que llega a California se encuentre tanembelesado. Renace a la libertad. Se acuerda de cuántas veces tuvo querendirse a la inclemencia de una mala noche, de cuántas veces no pudo ver asus amigos, o ir al teatro, a un concierto, o a una fiesta.Frazier se estaba yendo demasiado por las ramas, pensé yo.—Bueno, ¿y qué hacéis cuando llueve, además de dejar que sigalloviendo? —dije.—En una comunidad de este tamaño —continuó Frazier inmutable— nosfue posible comunicar todos los dormitorios con las salas comunes,comedores, teatro y biblioteca. Pueden ver cómo se ha efectuado esto por laforma de los edificios. Todos nuestros esparcimientos, funciones sociales,comidas y otros compromisos personales se tienen de acuerdo con un plan.Nunca tenemos que salir fuera para nada.—¿Cómo van a trabajar? —preguntó Roger.—Se exceptúa, naturalmente, cuando salimos fuera. Durante el maltiempo, nuestros camiones nos llevan a los lugares de trabajo, a las viviendasy a los almacenes situados detrás del pinar.—Pero a mí me gusta estar al aire libre cuando hace mal tiempo —dijoBárbara—. Me gusta pasear bajo la lluvia.—Por supuesto que sí —dijo Frazier incorporándose—. ¡Con la debidalluvia y a su debido tiempo! Una buena lluvia hay que saborearla. Peroapuesto que no piensa igual de todos los tipos de clima.— Se volvió a sentar,dispuesto a reanudar su argumentación.—¿Un día claro y frío? —dijo Bárbara. Era obvio que pretendíaúnicamente llamar la atención de Frazier, y éste estaba poniéndose nervioso.—Me refiero al tiempo inclemente... poco oportuno o sencillamentedesagradable —dijo ásperamente.Bárbara no captó el tono de voz, o por lo menos no se inmutó en lo másmínimo.—¿Ese pasadizo largo lleno de ventanas? ¿A eso se refiere? —dijo ella.Sacó un cigarrillo y Frazier empezó a palpar sus bolsillos buscando unfósforo. Aceptó una caja de Bárbara, encendió la cerilla, y se la devolvió congesto poco natural.—Eso es lo que llamamos «La Escala» —dijo animándose—. Une el32pabellón de los niños con las habitaciones principales. Lo llamamos «LaEscala de Jacob» porque todos los niños la recorren arriba y abajo. Nuestrosarquitectos llegaron a tiempo para hacer de ello algo más que un simple lugarde paso. No se contentaron con dar tanto espacio a una única función, y lodividieron en una serie de pisos o salitas con bancos, sillas y mesas. Tiene unavista magnífica. A esta hora verán grupos de gente tomando el té. Por lamañana, tenemos un período largo de descanso para tomar café y muchosacostumbran a llevar su desayuno allí. Está siempre rebosante de vida. Perocomo es nuestra próxima parada —añadió levantándose del banco y mirandoa Bárbara y Mary— ¿por qué hablar de él ahora?Pensé que conocía la respuesta, pero contuve mi lengua.—¿Quiénes han sido los arquitectos? —preguntó Rogers mientras nosdirigíamos hacia el pie de «La Escala»—. ¿Miembros de la comunidad?—Fueron de los pioneros, aunque entre nosotros nunca se menciona laantigüedad. Eran un par de jóvenes interesados en viviendas modernas ydeseosos de trabajar dentro de los márgenes de nuestra pobreza inicial. Seríadifícil resaltar debidamente cuánto han contribuido a Walden Dos.—¿Qué hacen ahora? —dijo Castle—. Habrán abandonado su profesión.—De ninguna manera —dijo Frazier—. Estaban también interesados porel diseño interior, concretamente en un tipo de mueble moderno y barato quepudiera ser fabricado en serie. Nuestra industria más floreciente es lafabricación de piezas especiales diseñadas por ellos.—Pero han dejado de ser arquitectos en el sentido estricto de la palabra—insistió Castle. Parecía ansioso de hacer hincapié en lo que aparentaba serun caso de sacrificio personal por la comunidad.—No diría usted eso —dijo Frazier— si los viera ahora. Tuvieron unosaños flojos, profesionalmente hablando, pero han encontrado realmente surecompensa. Como antes he dicho, nos vimos forzados a construir WaldenDos por etapas y con pocos recursos. Nuestros pabellones ofrecen obviasdesventajas. ¡Pero imagínese lo que significa para un arquitecto diseñartotalmente una comunidad entera!—¿Es eso lo que están haciendo ahora? —dijo Bárbara.—Les prometo que se lo diré todo a su debido tiempo —dijo Frazier conuna sonrisa cavernosa—. He dispuesto que se entrevisten con los mismosarquitectos, y creo que es justo reservarles a ellos el placer de dejarles austedes maravillados.—¡Maravillar a la burguesía! —le dije por lo bajo a Castle. Pero Castle nopareció compartir mi enfado por las tácticas de Frazier. Al contrario, parecía
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